Tedio

Demente_6junio 5, 2018Vistas 4236

Existe la creencia popular de que el cine de autor es un cine primordialmente aburrido. El público, digamos, más convencional en sus gustos, suele inclinarse por un tipo de cine enfocado básicamente al entretenimiento, por lo que desprecia ese otro cine que se caracteriza por su transcurrir lento, tedioso y pretencioso. La persona culta, por el contrario, se defiende de los ataques esgrimiendo que el verdadero cine se toma su tiempo y que este tiempo no está regido por los estándares del entretenimiento.  Quien de verdad ama el séptimo arte sabe que el entretenimiento, entendido como forma banal de evasión, no puede ser la vara de medir lo interesante o aceptable de una obra, ni, por supuesto, la calidad de la misma. Sin embargo, no es menos cierto que tratándose de un arte esencialmente narrativo, un arte que desde la contemporaneidad  perpetua la vieja tradición de contar historias, debe atender y entender necesariamente el ritmo como un pilar fundamental sobre el que construirse. Y en este sentido, podemos aseverar que el llamado cine de autor peca a menudo de abusar de ritmos exasperantemente lentos con una intención, en muchos casos, dudosa. El otro día, sentado en mi butaca de una sala de cine, en la última fila (de verdad), tuve una pequeña revelación: tras miles de años de evolución y progreso, en la era de los satélites espaciales, cuando somos capaces de descubrir el eco remoto del origen del universo desde la humilde ventana de nuestro planeta, desde la que, como una pequeña ola en el océano inconmensurable, contemplamos absortos el cosmos , en estos tiempos en los que el futuro parece precipitarse sobre nuestras vidas como una profecía incontrolable, aún tenemos la necesidad de reunirnos en la confortable oscuridad de una sala de cine, como si de una hoguera en medio del desierto se tratase, para que nos cuenten una historia. Es algo muy primitivo, como la antigua usanza de contar cuentos a nuestros niños, y es muy reconfortante comprobar que esa necesidad de vivir otras vidas y en otros mundos, gracias a la noble tradición oral, a la literatura, al teatro y al cine es impermeable a las edades del hombre y de la civilización.

Decía Kant que la filosofía debía guardarse de ser edificante y yo quiero hoy extender esta regla a todas las artes. El arte en general, y el cine en particular, debe nacer de la verdad radical del artista, de su palabra y su voz únicas, de su mirada irrepetible a través de la cual transformar el mundo, la realidad, incluso cuando sea para representarlos. De esta honestidad nace un compromiso con el propio arte que va más allá de la complacencia para con el público que recibe o interactúa con la obra, es por ello que el cine, las películas, no deben trazarse la meta inexcusable de ser edificantes, ni en forma ni en fondo. Pero convendría aclarar aquí que una cosa es el impulso de satisfacer las necesidades poco exigentes y poco formadas de una audiencia superficial y conformista, y otra es desatender la necesidad que tiene toda historia de ser contada. No debemos engañarnos en este punto: más allá del grado de independencia, misantropía o aislamiento social que cada uno profese, cuando se escribe o cuando se filma una historia es con la intención, más o menos reconocida, de que alguien, en algún lugar, la lea o la vea. Por tanto, uno quiere hacerse entender, quiere ser escuchado, anhela que su historia sea compartida por otros. Llegados a este extremo, me parece fundamental concederle al ritmo la importancia que merece a la hora de narrar.

Recuerdo cuando vi La soledad  de Jaime Rosales. No soy yo precisamente una persona atada a las viejas estructuras narrativas, me interesa y me estimula la experimentación, y concretamente este trabajo es prolijo en hallazgos cinematográficos, pero ello no es óbice para asimilar y equiparar los resultados de toda experimentación como igualmente fructíferos. La película de Rosales es un intento, entre otras cosas, de aprehender la realidad tal cual es, de capturarla y encuadrarla dentro del objetivo de una cámara con el menor número posible de aditivos artísticos, con la mayor pureza contemplativa posible, la cual, por definición, descarta al observador, al artista en este caso. El problema es que para una realidad libre de las impurezas del que mira, del que interpreta, del que cuenta, ya existe la realidad en sí misma. En este sentido, se hacen innecesarios minutos y minutos de metraje en los que lo único que hacemos es contemplar, por ejemplo, todo el proceso por el que una mujer se prepara la comida. Es intrascendente para la propia historia y conduce indefectiblemente al tedio. Eso sí, imprime a la película una impronta de distinción artística difícil de rechazar por el ego del creador. Esta secuencia y esta película son sólo un ejemplo, pero se pueden poner infinidad de ellos. Luz silenciosa, de Carlos Reygadas, es un film donde la belleza de las imágenes y el poder de ciertas escenas sucumben bajo el tedio aplastante con el que transcurre la historia, o la más reciente A Ghost story, una película original en su planteamiento, imaginativa y poética en su puesta en escena, henchida de una honda y dolorosa belleza, a punto de quedar arruinada por una absurda e interminable escena que casi hace que me levante de mi asiento y abandone la sala del cine, algo que,  me consta, no sólo me ha pasado a mí. Es como si la necedad que tantas veces anida en la mente ególatra del cineasta pensara que alargando los planos hasta el infinito, dilatando los tiempos más allá de lo soportable, la cinta alcanzara de inmediato un estatus más elevado, más exclusivo. En realidad, es una farsa que se sustenta por la confusión de algunos conceptos. No es lo mismo la prisa injustificada y carente de finalidad  de ciertos blockbusters, que la agilidad narrativa que otorga brío y fluidez a personajes y tramas, del mismo modo que no es lo mismo el tedio, insípido  e infértil, de algunas producciones independientes, que el sosiego a la hora de permitir que una determinada atmósfera brote y se apodere del clima del film. Prisa y agilidad, tedio y sosiego. Conceptos que pueden confundirse, pero que son esencialmente diferentes. El espíritu de la colmena, por ejemplo, es una película sosegada en la que cada plano habla con serenidad de los personajes y del entorno, del fragmento de historia en el que estos se desarrollan, una película en la que predomina el ritmo pausado en pura y coherente sintonía con las necesidades de la propia historia, sin que en ningún momento asistamos a metraje prescindible o ajeno a los rigores propios de la narración. Si en el llamado cine comercial se busca complacer a toda costa al espectador, en el denominado cine de autor se tiende con demasiada frecuencia a la autocomplacencia por parte de directores y/o guionistas. El pecado es querer complacer por encima de querer contar.

Al ver Ciudadano Kane por primera vez, después de haber oído tantas alabanzas sobre ella, tuve la sensación de asistir a la que fue, con muchos años de antelación, la irrupción de la modernidad en el cine. Aquella genial idea de hacer aparecer los rotativos de los periódicos superponiéndose unos sobre otros en el plano principal, como una forma de hacer avanzar la historia, me pareció un increíble hallazgo  de agilidad narrativa (que hoy día, naturalmente, sorprende menos), una agilidad genuinamente norteamericana que la propia industria convirtió en una de sus señas de identidad y que ella misma se ha encargado de pervertir con los años. Quizás sean la fobia y el recelo con los que la intelectualidad cinéfila, mayoritariamente europea, ha mirado y mira a Hollywood los que provocan que tanto los creadores, como los espectadores y los críticos chapoteen silenciosamente en el fango del tedio, en un ritual vergonzosamente similar al que puede contemplarse en un museo cualquiera cuando imbéciles e incautos, sacudidos por un denso vacío convenientemente camuflado, se quedan paralizados ante alguna de las obras colgadas de la pared de, pongamos por caso, Miró, Pollock, Rothko o cualquier otro moderno estafador, convenciéndose a sí mismos de que están frente a una obra de arte sin acabar de entender por qué. No hace falta mencionar que todo esto es matizable, que siempre hay espacio para singularidades, que hay críticos que no rinden pleitesía a nombres o corrientes de moda y autores que, pese a su rotunda grandeza espiritual, desarrollan su arte con una sencillez extraordinaria, una sencillez que, por otra parte, encierra una terrible complejidad al alcance de muy pocos. Luego existe el aburrimiento que me producen algunas piezas selectas tales como Persona, sin entrar a valorar el obvio talento y la indiscutible capacidad artística de Bergman, donde el tedio procede no tanto del metraje excesivo de la cinta como del hastío inevitable y del natural cansancio que, como una metástasis existencial, irradian. Junto a estos males, encuentro en esta y en otras obras no menos veneradas, la afectación, el amaneramiento y la petulancia propios del intelectual. Encuentro pocas cosas más repulsivas y cargantes que la impostada gravedad del intelectual, que su desnudez arrogante convertida en arte o en verbo. El intelectual descarna y desangra su discurso, su mirada, construyendo una pira de hermosos esqueletos sin vida. Es probable que, en este punto, nos hallemos bordeando las difusas fronteras de lo objetivo y lo subjetivo, donde la diferencia entre lo innecesariamente aburrido y lo subjetivamente tedioso aparece más difuminada que nunca; seguramente, de hecho, nos encontremos siempre en esa tierra sin dueño donde construimos la verdad a nuestra medida, y desde la cual juzgamos y modelamos el mundo a nuestra imagen y semejanza.  En todo caso, conviene desnudar a golpe de bostezo la fatua, y a menudo hueca, mirada de tantos cineastas absortos en el reflejo de su propia imagen tras el objetivo, deslumbrados por el plumaje indescifrable de su propio lenguaje. Yo, por mi parte, opto por entregarme al viejo ritual, a la vieja seducción, donde el cuento, donde la historia nos posee y nos arrastra con la sencilla fluidez de sus sonidos, sus palabras y sus imágenes. Alrededor del fuego, o frente a una pantalla.

JF

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