Nostalgia

Demente_6abril 16, 2018Vistas 2968

Hablarle a un adolescente actual de las sesiones continuas en el cine debe parecerse a cuando mi padre me contaba que con cinco pesetas tenía para coger el tranvía que iba al centro, tomarse un refresco y no sé cuántas cosas más y pagarse el billete de vuelta a casa. Es el relato de una época perdida, casi ancestral, a la que se da crédito por el mero testimonio pero que, en realidad, resulta tan lejana y ajena como cualquiera acaecida siglos atrás. Cómo explicarle a un adolescente que, siendo apenas unos niños, nos bajábamos mi hermano pequeño y yo al cine Los ángeles, que estaba justo al lado de mi casa, en el barrio de Carabanchel,  para vernos dos películas en sesión doble y continua (la posibilidad de quedarte en el cine una vez terminada la película para volver a verla desde el principio tiene que sonar como una leyenda hoy día); que, además, aquel cine no era el único del barrio, que estaban también el cine Florida, el cine Kursal, que yo ya conocí como discoteca heavy, y el Cinema España, al final de la calle General Ricardos, en Marqués de Vadillo, que era, quizás, el más importante y que, al igual que los demás, no estaba dentro de un centro comercial, sino a pie de calle.  Todo esto se convierte, desde el momento en que es relatado a ese adolescente incrédulo e indiferente, en el eco de una cultura caduca que ya cumplió su otoño, una cultura fagocitada por el frenesí impostergable y corrosivo que anida en su propio interior.

El Cinema España, un viejo coloso derrotado por el paso del tiempo

En el Cinema España, por cierto, vi el estreno de ET, de la que casi no recuerdo nada, excepto la ilusión del viaje calle abajo junto a mi padre, de la muchedumbre haciendo cola  o agolpándose expectante cerca de la puerta de entrada, pero sobre todo recuerdo la emoción que envolvía todo aquello. La emoción será, con toda probabilidad, más reconocible por ese adolescente actual, porque aunque el entorno y las costumbres no se parezcan, las emociones sí lo hacen. El joven de ahora recordará dentro de treinta o cuarenta años la emoción con la que vivió la primera vez que fue sin la tutela de sus padres, junto con sus colegas de pandilla, a tales o cuales multicines, en tal o cual centro comercial, a tal o cual impactante estreno, porque quizás en un futuro las películas no se vean en salas repletas de butacas, sino en cápsulas individuales donde vivir una experiencia de inmersión completa en 360º y 3D. La nostalgia no me impide ver el hecho de que esa nostalgia ya la sintió mi padre, y mi abuelo antes que él, y la sentirá el adolescente de ahora después de mí. Sentir nostalgia no quiere decir que el tiempo añorado sea mejor que el que se vive en el presente, aunque sea esta la creencia más extendida, quiere decir que ese tiempo pasado es un tiempo irrecuperable, un tiempo que se lleva consigo una manera única de vivir y de estar en el mundo, una forma diferente e irrepetible de relacionarse con él y con los demás, diferencias que también abrirán una brecha, y probablemente una herida, entre el presente de los chavales y chavalas que hoy empiezan a romper el cascarón y el futuro que los dejará atrás irremisiblemente.

El cine Los ángeles, en Vista Alegre, antes incluso de los acontecimientos aqui narrados

En la permanente dinámica de modernización, globalización, industrialización y tecnificación de nuestras sociedades, vamos despojándonos de nuestra vieja piel de hombres y mujeres rurales, de vecinos de nuestras pequeñas comunidades y nuestros barrios. Nos convertimos en habitantes de megalópolis erigidas como engranajes de una única civilización planetaria y omnívora que moldea su ideal uniformado de cultura. El tiempo aúlla mientras corre despavorido hacia la consumación de un destino más fuerte que todos nosotros. No seré yo quien me interponga. Guardaré, eso sí, pequeños espacios como este para explorar la nostalgia y los recuerdos de otras épocas en las que, como residuos de esa antigua humanidad, aún existían milagros como los cines de barrio. Y hablo de milagro porque en el seno de la sociedad del entretenimiento procesado, de la clonación multinacional de las artes y las costumbres,  la cercanía con ese oscuro templo de la cultura que es la sala de cine no era sino una extrañeza condenada a una lenta e inevitable agonía. El sitio de los cines multisala actuales es el centro comercial porque el cine, en su concepción e interpretación mayoritarias, ha devenido en producto que se consume en cadena junto a otras actividades concebidas dentro un ocio programado. El hecho de ir a ver una película, de ir al cine, ha dejado de ser un fin en sí mismo para convertirse en una atracción más entre otras. Suele ser nula la intención de que lo visto y sentido allí perdure más allá de los noventa minutos estipulados, los cuales se enmarcan dentro de una especie de banquete de lo efímero en el que la obra cinematográfica es engullida con la misma voracidad con que es olvidada. En una ocasión tuve el extraño privilegio, en una época en la que iba muy a menudo al cine, y muy a menudo solo, de ir a ver una película y encontrarme con que no había nadie más en la sala, resultando aquella sesión en un improvisado pase privado . La película fue La habitación silenciosa, de Rolf de Heer, en versión original, y tanto aquel día como la película en sí permanecen en mi memoria como uno de esos pequeños regalos tan valiosos como  incuantificables que la vida ofrece a quien osa apartarse de los senderos más transitados.

El cine Florida en una imagen que parece evocar la atmósfera clásica de otras épocas

Con igual orgullosa y serena alegría, recuerdo los ciclos de terror que programaban en el cine Los ángeles los fines de semana en sesión doble y continua (puede que fuera esta la causa de su cierre antes de tiempo, aunque dada la situación general del sector se trataba de una muerte más que anunciada), con películas como Mal gusto o El padrastro. De aquella época también recuerdo el mítico programa de televisión “Noche de lobos”, emitido los domingos por la noche en la primitiva Antena 3, el cual permitió que muchos de nosotros empezáramos a sumergirnos en el subsuelo del séptimo arte con películas como Cromosoma 3, La noche de los muertos vivientes, En compañía de lobos y tantas otras. Hago esta mención televisiva porque bucea en mi historia y en la reciente historia de este país y porque ahonda en la sensación de orfandad a la que me aboca la impersonal progresión de nuestra cultura. Es significativo que ninguna cadena de televisión se atreva a producir programas y contenidos de este tipo en la actualidad, como lo es el hecho de que una cinta como Mal gusto se encontraría con serias dificultades hoy en día para ser distribuida y proyectada en algún cine de la capital. Recuerdo otros estrenos en aquel sórdido y mágico cine Los ángeles, como ¡Jo, qué noche!, una película que desde aquella tarde se filtró directamente hacia mi más irrenunciable intimidad (tengo enmarcado y colgado en mi casa el fotograma en el que Rosanna Arquette guiña, o está a punto de guiñar, un ojo al personaje interpretado por Griffin Dunne, como un destello comprimido de todos los sueños de un hombre). Pero casi por encima de obras y actores, lo que el cine, como recinto cuyas puertas encarnaban el portal a una dimensión paralela a la realidad cruda que uno habitaba, lo que el cine me regalaba, decía, era la posibilidad de soñar con otras vidas y otros mundos, de sentir esas otras vidas y mundos, de ser en esas vidas y esos mundos, desvanecidas mi identidad y mi realidad en la solitaria oscuridad del patio de butacas. Ya siendo adulto, no han sido pocas las ocasiones en las que una sala de cine me ha salvado de los peligros que anidan en el seno monstruoso de la propia conciencia, motivo por el que, quizás, he llegado a concebir ese lugar lleno de butacas alineadas como una especie de útero en el que uno penetra para aislarse del estruendo incesante de la vida, de su cegadora presencia, un oscuro agujero en el que uno penetra, al fin y al cabo, para ser feliz.

No es el fotograma al que me referia, pero aqui sale también Griffin Dune y ella está igualmente hermosa

De las múltiples sensaciones que acompañan a esa felicidad uterina, algunas perduran hoy, como el suave y adictivo olor de la moqueta, entremezclado con el aroma de las palomitas recién hechas, o las melodías de las cabeceras de Movierecord, Lauren Films o Filmax, eternos preludios de ese último y decisivo silencio que se adueña de la sala justo antes del comienzo de la película, un silencio acechado por una oscuridad cómplice y que es preámbulo de las infinitas irrealidades con las que buscan alimentarse las almas errantes y anhelantes que alli confluyen, que allí confluimos. Sobre los escombros de aquellos templos de la infancia, todavía erramos en una búsqueda inefable y anhelamos intangibles bajo la luz firme del proyector, y esa esa la buena noticia.

JF

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